SOBRE EL VALLE



Aguadora en el lago Izourar

"¿Cómo encontraré tiempo para soñar en el amor?
El grano está por moler, las vacas para ordeñar,
el cántaro en la fuente, la comida en el fuego.
La jornada es demasiado corta para todas las tareas.
Hay hierba en los campos y madera en el bosque,
el pan está cociéndose y la ropa en el río.
Muerta de cansancio me derrumbo por la tarde.
El alba está aún lejos cuando me levanto.
Se ha hecho de noche hace tiempo cuando me acuesto.
¿Cuándo tendré tiempo de soñar en el amor?"

Los cantos de la Tassaout
Mririda n´Aït Attik 




LA PRIMERA VEZ, HACE YA UNOS AÑOS


A nuestro amigo Lahcen, que nos desveló los misterios de su valle.



El macizo del Mgoun era un destino próximo y extraño al tiempo, una buena elección para viajar diez días a nuestro aire. Avión a Marrakech y taxi a Azilal, ya bajo las montañas. Desde aquí sólo hay 60 kilómetros de pista de tierra hasta el valle de Bouguemez, base de nuestro circuito a pie.
Este es el breve relato de aquel viaje.

Mediodía canicular en el zoco de Azilal. El "transport en comun" -especie degenerativa de furgoneta que debe llevarnos- tiene todas las piezas del motor amontonadas encima de un saco. Ajustes de última hora, dicen en mal francés dos pies que asoman bajo el vehículo. Bultos y mochilas a la baca. ¡Todos a bordo! Cuatro, cinco, ocho, doce... diecinueve. ¿Por qué arrancamos cuesta abajo?: "batterie morte". Por fin camino a las montañas! El combustible no alcanza hasta primera gasolinera. ¡A tierra todos!, ¡a empujar!... En marcha de nuevo. Chirridos bajo los pies: el tubo de escape que arrastra; un poco de alambre. Curva a la izquierda, curva a la derecha, curva... golpe sordo en el frontal. Parada. Se despeja la polvareda, una oveja agoniza en la pista, el rebaño se dispersa. Hay que rematarla. Sólo hay una navaja, la nuestra. Seguimos. Demasiado esfuerzo y calor para el viejo radiador: fuente, parada; riachuelo, parada;acequia, parada... Cubos de agua al motor incandescente: "Pas problème". Hemos llegado muy altos y ahora bajamos a tumba abierta. No hay frenos. El motor relincha reteniendo la loca carrera. Más paradas. En cada una alguien salta, aún en marcha, y calza una rueda con una piedra. Precipicios a un lado. "Inch-Alá". Pasan las horas, no los kilómetros. Cae la tarde. Correa del ventilador rota. La de repuesto es demasiado larga; ajustada con la navaja, 300 metros, reajustad, 200 metros, cosida con alambre, 100 metros, una nueva de cuerda de nudos, 50 metros. Anochece. A la luz de la linterna todos hurgan bajo el capó. Arrancar en cuesta ha sido lo habitual, pero hacerlo marcha atrás impresiona -más precipicios- sobre todo porque ya no se ve nada. Hace mucho que nos sudan las manos aunque la temperatura ha caído en picado. Noche cerrada. Dormimos en la cuneta. Un alivio. Mucho frío. 

Amanece y el "transport", aunque agoniza, todavía se mueve. Sin embargo es demasiada cuesta para él. Una vez más todos pie a tierra. Aún demasiado peso. Los bultos también abajo. ¡A la espalda y andando! Al rato la pista llanea un poco -"allez, allez!"-, arriba de nuevo. La furgoneta resopla en las subidas, se desfonda en las bajadas. Precipicios siempre. ¡Cómo sudan las manos! Será otra vez el calor. La enésima curva entre polvo, humo, olor a goma quemada, gasolina escasa y nos damos de bruces con el poblado de Agouti. Por fin llegamos a nuestro punto de partida: el valle de Bouguemez, el "valle feliz".

Ya teníamos bastante: los espacios inmensos, el aire diáfano, las montañas minerales, los niños sonrientes, todas las estrellas de la noche, los pueblos acogedores, la tierra más roja, las gentes hospitalarias, el tiempo sin relojes, el verde más verde, el agua más bendita, la pobreza sin miseria, los enebros más viejos, el amigo Lahcen... África del norte, montañas y bereberes.

Después estuvimos andando cinco días para subir los 4.086 m. de altura del Mgoun. Pero esa es otra historia sin importancia porque, sin saberlo entonces, nuestra meta había sido el camino... de Azilal a Bouguemez.

Lourdes Ariño Laviña.   El Viajero de EL PAÍS, 21 de enero de 2001



DE VUELTA AL CABO DE LOS AÑOS: APUNTES PARA UN DIARIO BEREBER


Amezri, en el alto valle de la Tassaout

Solo hace dos días que salimos de España y uno que hemos empezado a andar. Sin embargo, hoy nos parece estar muy lejos y desde hace mucho tiempo. No es la primera vez que visitamos estas montañas. Dos horas de vuelo low cost en dirección sur y algunas más en un “grand taxi” desvencijado, seis pasajeros y un conductor talibán que siempre remata cualquier afirmación con “Inshallá” –si Dios quiere-.
Es una suerte para nosotros que las montañas del Atlas estén ahí al lado y que a sus valles sólo pueda llegarse a pie; pero para los bereberes que las habitan, Europa está tan lejos como la misma Luna. También lo es que la única manera de llegar a sus recónditos valles sea a pie. Una suerte para nosotros.
Todos tienen nombres con resonancias lejanas: Aït Ouisadenne, Aït Mizane, Aït Affan, Aït Bouwlli, Aït Bouguemez… el prefijo aït- significa “tribu” o, para ser más exactos, “gentes de”, porque no hay diferencia entre lugareños y lugar. La tierra y quienes la habitan son una misma cosa.

La Tassaout debería ser un hilillo de agua de fusión de las nieves del Mgoun, el segundo macizo de la cordillera después del Toubkal. Pero hoy que lo hemos cruzado numerosas veces era un caudaloso río para estas áridas latitudes. El deshielo de abril hace su trabajo.
En Ichbakkan, en la parte baja del valle de donde venimos, los almendros ya han florecido. En Amezri, los nogales gigantes no han brotado todavía. No en vano estamos a 2250 m. de altura y la primavera que poco a poco remonta el valle aún no ha llegado a aquí.

Andar es, sin duda, la mejor forma de llegar a la naturaleza pero puede ser, además, un acto de protesta, una modesta trasgresión de la motorización global. Aunque nunca renunciaremos a ella.

Nos hospedamos en la “gîte d´etape” de Brahim Oussalem. Es el “cheikh” del pueblo y ha informado puntual por radio de la llegada de los extranjeros, seguramente al “caïd” de Toundour o a la gendarmería de Tabant, a varios días de camino desde aquí.

Aún es noche cerrada y, para escribir estas notas de insomnio, es necesaria la luz de la frontal porque no hay electricidad. Las plazas solares son para la emisora de radio y para la televisión con su parabólica gigante. Tampoco hay agua corriente ni alcantarillado. Todos duermen en el pueblo: las mujeres, los niños que nos han recibido por la tarde con agobiante algarabía; y los hombres que han regresado más tarde del “soukh”, el mercado local que cada día de la semana se celebra en un pueblo distinto de la comarca.
Todos duermen menos los perros.

La vida en el Atlas recuerda a la de nuestras montañas hace un tiempo. Como en Caín, el de Gregorio Pérez el Cainejo hace un siglo; aunque quizá no haya que remontarse tan atrás. Pero en algo sustancial se diferencian hoy en día, y es en que estas montañas todavía están vivas. Vivas a pesar de las duras condiciones de vida de sus habitantes; pobres pero no miserables.

Nadie habla ni una palabra de inglés; y el francés colonial se aleja poco de Marrakech. Sólo los adultos, extremadamente amables, dicen “bonjour”; y los niños, más atrevidos, piden “bonbon” y “stylo”.
La hospitalidad es insultante para nosotros los occidentales y siempre, en cualquier poblado, habrá una casa donde evitar la intemperie. Los más avispados han acondicionado las suyas como “gîtes d´etape”: rudimentarios albergues con una habitación alfombrada y sin muebles, un aseo fétido y una ducha fría en el mejor de los casos. Té a la menta en abundancia y cena según la disponibilidad de la despensa: “couscous” con mucha sémola o “tajine” con demasiada zanahoria; y siempre con poca carne; de pollo. Del pollo que, a nuestra llegada, picoteaba tranquilo en la calle delante de la puerta. Ningún perro le molestará antes de que llegue su hora. Están todos con el ganado en los pastos de altura o atados en el rincón más oscuro de una casa. Nadie entiende aquí que llamemos a los nuestros por su nombre.

Nos hemos alojado en las “gîtes” de Ali-n-Itto ayer y hoy en la de Amezri en el valle de la Tassaout. Mañana lo haremos en la de Abachkou en el valle vecino de Aït Bouwlli, y por último en la de Agouti en el valle de Bouguemez. En todos ellos la relativa cercanía de la gran capital, Marrakech, y la llegada del incipiente turismo, del que nosotros formamos parte, están cambiando deprisa unas formas de vida que han permanecido inalteradas hasta hoy desde hace siglos.
La economía de dura subsistencia se basa en el pastoreo de ovejas y cabras a cargo de los hombres, adultos o niños, que también mercadean en los zocos del entorno. Pero sobre todo la vida se sustenta en la descomunal contribución de las mujeres, adultas y niñas, que trabajan los campos aterrazados en las vertiginosas laderas, que acarrean leña desde lejanos y esquilmados bosquecillos de enebros y que llevan adelante un hogar escaso y una familia excesiva. Los perros son una compañía que no necesitan; tampoco son una carga. Por la noche, cuando las gallinas callejeras se han recogido en el corral, toman hambrientos el poblado desierto y se buscan la vida entre los desperdicios y las ratas. Las peleas son feroces.

Alguien ronca a placer –mañana lo negará- y los demás se revuelven en sus sacos. Todos al abrigo de los gruesos muros de tapial de la casa de Brahim, aunque el ventano no ajusta. Afuera hace un frío del demonio.
Sin duda esta arquitectura es la mejor para un entorno tan hostil, tan helador en invierno y tan tórrido en verano. El barro, amasado con paja, se apelmaza entre dos tableros que hacen de molde y los muros se van levantando por tramos cada vez menos gruesos. De ahí el aspecto levemente apiramidado de las construcciones. Unas vigas retorcidas de sabina sostienen la techumbre plana de enramado y más barro. Al exterior, el techo de una casa es la terraza de la que se escalona encima en la ladera. O la era para trillar el grano; o el corral de las cabras que se asoman al borde vertiginoso.
La fragilidad de esta arquitectura horizontal, pegada a la tierra de la que está hecha, necesita de continuas reparaciones. Porque si se abandona se funde como un azucarillo y en poco tiempo la lluvia y el viento habrán devuelto la tierra a los campos. En estas montañas no hay ruinas solemnes que admirar; nada que pueda convertirse en un parque temático, como nuestra arquitectura de piedra pretenciosa de eternidad imposible. Por eso estos pueblos tienen el encanto auténtico de lo vivo y de lo efímero. Mañana Bahim tapará las goteras.

Hoy ya es 11 de abril, el muecín no ha llamado al rezo del “fajr”, la primera plegaria de la jornada que se hace antes de la salida del sol. Todos los días, hasta hoy, nos ha despertado su salmodia con rigurosa puntualidad: a las 4,50 en la Kutubya de Marrakech, a las 4,46 en Ali-n-Itto -“¡Alla-hu Akbar!... ¡Alla-hu Akbar!...”-. Aquí en Amezri n-Aït Affan, a las 4,40 sólo ladran los perros. Por el ventano que no ajusta se cuelan las primeras luces y el pequeño minarete de la mezquita, blanco y silencioso, empieza a destacar en la terrosa monotonía.

          
Rouwgalt

Pronto nos pondremos en marcha para cruzar la cordillera por el collado de Tizi n-Rouwgalt, y en dos días más llegaremos a Agouti en el valle de Bouguemez, el “valle feliz” que conocimos hace años cuando bajamos al moro por primera vez. Pero hoy sabemos que allí llega ya el asfalto, y con él habrán llegado también los turistas, los cazadores de turistas y el bullicio de los unos y los otros. O tal vez todavía no.
Cuando alcancemos ese lugar que recordamos maravilloso, quizá sólo lo sea en nuestros recuerdos. ¿Será cierto que no conviene regresar a los lugares donde se ha sido feliz?


Rafael Solana, Revista Tajahierro nº8, enero 2010



 
 
DE CASTRO URDIALES (en el Cantábrico)
AL ERG CHIGAGA (en el Sáhara)
PASANDO POR BOUGUEMEZ (en la cordillera del Atlas)
… SIN INCIDENCIAS

¿Qué fue lo que empujó a Ángel a exclamar, a las 6 de la mañana, después de conducir durante algo más de cuatro horas, bajo una lluvia infernal y una autovía en obras, la palabra más terrible  y desdichada que el idioma castellano guarda en su diccionario: Gafe? Es más, lo que dijo fue una frase completa y que a lo largo de ocho días, supuso una losa casi imposible de quitarse de encima: ¡Este viaje  está gafado! Y eso que  sólo se refería a un papel que nos hubiera permitido ir a una “fila rápida”  para facturar el equipaje. ¿Qué le vino a la mente? ¿Fue un momento de lucidez? ¿Quizás de cansancio por el viaje  Castro/Madrid? ¿Lo tenía preparado con Easy Jet con el  fin de ver sufrir a Luis sin su trípode? ¿Tiene hilo directo con la Bruja Lola?..., desde luego, fue algo más que una premonición: Un cúmulo de incidencias reseñables.

¿Dónde está mi petate?
(Terminal de equipajes, aeropuerto Menara, Marrakech)
Sí, reseñables, a pesar de que  Merche se  empeñó en querer quitar dramatismo a  la pérdida del petate verde, en el que se incluía todo lo que te puedas imaginar: Botas, sacos de dormir, ropa exterior/interior, navaja multiusos, una máquina de hacer hielo a pilas, sofá cama, tv, sillón de oculista, dos jamones Joselito, caja de 12 botellas de Marqués de Riscal (Reserva), una calefacción central…



Y me reafirmo ya que una  vez asumido el desaguisado de la pérdida del equipaje de Gedi y Luis por parte de los inútiles de la empresa de aviación (no voy hacerles publicidad), las posteriores siete horas de coche desde Marrakech hasta llegar a Zawyat Ahançal, pueblo de salida del trekking y donde Rafa volvió a demostrar sus dotes organizativas para cerrar el apoyo del equipo de mulas y muleros, nada discurrió sin incidencias reseñables.

Nos ponemos en marcha. Una  primera jornada como le gusta a Solana: sin calentamiento, ni mariconadas. ¡A saco, Paco! Cuesta del copón, nieve, chimenea para trepar, diez horas y media de caminata y una parada técnica para comer en el único lugar posible que nos guarecía de la nevada: una cueva, con dos cadáveres ovinos (madre e hijo), otro de la misma especie encerrado entre piedras, balando/gritando sin parar, y un suelo con alfombra de mierda de cuatro centímetros de alto que además de envolver el ambiente de un olor inimaginable, nos impregnó las botas de caca durante las siguientes dos horas de caminata (otra incidencia).

Ahora bien, no nos confundamos, a excepción de algún flojo, al resto del grupo no pareció arredrarle los más mínimo. Se comieron el bocata de ¡¡¡¡puajjjj…! Sardinas,  queso, lechuga, cebolla…yo que sé… El hecho es que alguna/o hasta se zampó dos bocadillos, sin prisa y sin que le diera un poco de asquito. Tampoco tengo palabras  ni hacen falta, hay fotos) para describir la imagen de Luis, en esa cueva, sin camisa, ni forro polar, bajo cero, intentando secar su camisa (la única a salvo de los pillastres de Barajas, y eso por que la llevaba puesta), en el calor del fuego, o mejor habría que decir en el humo que se había hecho para ¿calentarnos? Y todo con ese olor dominante.

Saïd prepara la cena en el vivac
Seguimos de marcha. Caminamos, caminamos… y llegamos al punto de reunión con los muleros (Mdint Jdid). No están. Nieva sin remedio. A algunos las tripas nos piden auxilio. Se  busca un lugar en el que poder refugiarnos. Existe y es una pequeña cueva natural que aprovechan los pastores para refugio de las ovejas. Llagan los muleros. Nos pasan los sacos, colchones y ropa. Si nosotros estamos mal, ellos con su ¿le llamamos equipo? nos sonríen. Nos hacen la cena, nos instalan una lona para que nos entre menos viento y nieve en el hueco donde vamos a pasar la noche.

Sólo llevamos un día, pero no acaba nunca. Algunos siguen con su insensibilidad y rugen/roncan toda la noche. Otros/as flipamos. No nos dan “cuartelillo” a los insomnes. Cuando amanece, tras una noche de nevada, viento y frío, además de resbalones por la cuesta de la gruta y algún descojono general a cuenta de las propiedades (2 pisitos) y comodidades dejadas a más de 1.500 Km. del “pringao” de turno, amanece. Tomamos café (increíble lo de lo “nativos”), pan, mermelada, té. Y tiramos para adelante (tampoco ha habido incidencias, solo reseñas).

Con la promesa de que la próxima noche la pasaremos en una gîte o, en su defecto, en un refugio, nos ponemos en marcha. Aunque sigue haciendo frío y nieva, este hecho nos  facilita la marcha ya que la nieve  nos hace de alfombra y nos evita pisar piedras sueltas y rocas que, a la larga, cansa mucho más. Bajamos por el valle. ¡Impresionante!, es como un gran tubo cortado por la mitad. Nosotros vamos por dentro. Al fondo, lejos se ve una gran explanada blanca.
  
Lago Izourar
Es un lago seco. Al lado de él está nuestro cobijo. Nueve horas después de la salida llegamos al presunto refugio. Está hecho polvo. Sin ventanas, ni puertas, totalmente “tomado” por cagaditas de ovejas. Cerca deben estar los pastores ya que hay un perro y algunos burros. Los muleros no llegan. Saïd, nuestro guía, se preocupa. Sale a buscarlos. El cocinero se queda con nosotros. También está preocupado por su mula, la del plástico azul. Puede que se haya caído por un paso que debe ser complicado cruzar. Tengo unos prismáticos pequeños, el cocinero los utiliza continuamente intentando buscar algún movimiento en las colinas cercanas. Nada. Saïd vuelve, dos horas después, de haber salido. Nos prepara un té. Intenta mantener su sonrisa y tranquilidad, pero se le ve preocupado. Todos lo estamos. Por fin, a lo lejos se les ve a las mulas y a sus guías. Son ellos. Han tenido que descargar uno por uno los bultos de cada mula. Los han pasado a mano en esa zona peligrosa que comentaba el cocinero y han vuelto a hacer la maniobra con los animales. ¡Joder! y nosotros aquí, cogiendo ramitas para hacer un fueguito… Por fin, hacemos algo. Ayudamos a los muleros a descargar y repartir los bultos. Cuando están instalando la carpa, los pastores de la zona aparecen y nos ofrecen  dormir en el “porche” del refugio. Aunque al principio no nos parece una buena idea, al final resultó ser la mejor.  Alguno, aunque reticente, decide estrenarse en la ingestión de somníferos. ¡Funciona! (nada, no pasa nada, de nada)

La mañana siguientes, el tercer día de trekking,  está entre que quiere levantar el sol o quedarse la nube. Por fin, vence el sol. Sin embargo, Rafa y Saïd están comentando la firme posibilidad de cambiar la ruta. Las mulas no pueden pasar por el lugar inicialmente establecido y llegar a las gargantas de Mgoun. Hay mucha nieve y es peligroso. Deciden bajar al valle de Bouguemez (el Valle Feliz). A la postre, una gran solución. Pasamos en unas pocas horas del frío al sol.  De la blanca nieve al verde de la hierba trabajada por los agricultores de la zona. Empezamos a encontrarnos con gente. Pastores, sobre todo. Dos camiones por un camino de piedras que es el lecho del río. Un pueblo. Ahí, Rafa, Luis, Lourdes y Gedi se reencuentran con el guía de su primer viaje a Marruecos. Nos invita a su casa, nos ofrece  pan, aceite y té. Se está “de fábula”, apoyado en los cojines y sentando encima de las alfombras de su salón. Nos lo comemos y bebemos casi todo. Una hora después nos despedimos y agradecemos su hospitalidad. Continuamos la marcha. Las casas, el verde, las mujeres al borde del río lavando la ropa, nos acompañan todo el camino hasta la llegada a la gîte de Timit. Un tipo amable nos recibe. Nos ofrece la habitación comunal y otra individual. No sé si por la falta de reacción del resto del grupo o si por mi proverbial instinto, el hecho es que Chus y yo nos quedamos en la habitación separada. Prometo hacer alguna peripecia nocturna para que los demás vean que se va a hacer un buen uso del “reservado”. (Sin comentarios de incidencias)


El autor confraternizando con los jóvenes del lugar
¡Nos duchamos! Unos con agua caliente y otras con fría (seguimos sin incidencias). Nos relajamos, cenamos y los muleros nos ofrecen unas coplas musicales. Luis aprovecha para hacerse con el público local, acepta vestirse como un autóctono y baila al son de la música. ¡Es un auténtico! Nos bebemos unos chupitos de whisky, damos propina y las gracias por su trabajo a los chicos y nos vamos a la cama.

A la mañana siguiente hay sol, el vehículo que nos va a llevar a Ouarzazate ya ha llegado. Hacemos unas fotos, cargamos el coche, nos despedimos de los muleros que también se han preparado para la vuelta a su casa e iniciamos un viaje de unas diez horas, hasta la capital del cine de aventuras de época. Cruzamos incontables valles. Subimos, bajamos puertos, vemos casas y pueblos ubicados en medio de la nada, paramos de vez en cuando y mantenemos el buen humor. A las siete de la tarde llegamos al Hotel Mar Mar de Ouarzazate. Un amable recepcionista nos espera. Aunque las habitaciones están en el último piso, son estupendas. El baño, genial. Grande, limpio y con ducha de agua caliente. La cama con mantas, sábanas limpias… ¡como el pisito!

Después de adecentarnos, nos vamos a dar una vuelta por el pueblo. Damos con la plaza. Un montón de pequeños restaurantes con terraza llenan una de las zonas. Elegimos, al azar, uno. El peor, claro. No es que tarden, es que no vienen. No es que la ración fuera porción, es que estaba malo, quemado,…un desastre. Nos quejamos cabreados. Al paisano se la pela. Nos vamos mosqueados. Mientras tanto, Luis ha ido a mejorar su ajuar. Vuelve con un pantalón nuevo como para los domingos, camisa para ir a una boda y un turbante negro que, la verdad, le sienta como si lo hubiera llevado toda la vida. Y es que se lo sabe poner perfectamente. Es una caja de sorpresas, el tío.

A primera hora del día siguiente, ya están los dos 4x4 que nos van a llevar al desierto esperando frente a la puerta del hotel. Primero desayunamos fenomenalmente en el bar del hotel. Me quejo de la excesiva leche del café, y me traen otro y como me parece lo mismo, me vuelvo a quejar. Soy bobo y poco viajado. Lo habían hecho perfectamente, lo que parecía leche era un poco de espuma, especialidad de la casa. Le  pido disculpas al camarero que me las acepta con una sonrisa.

En Oulad Driss, pueblo de Saïd
Nos vamos al desierto. Está aquí al lado. Otras 11 horas de coche, con sus paradas, comida en Zagora, compras de ropa y una emocionante visita a la casa de Saïd. Conocemos a su hermano, hermana, sobrina y madre. Aunque es una mujer de 55 años, aparenta 15 más. La casa parece grande, pero es sencilla. Con muy pocos muebles, casi ninguno, una temperatura fresca, pero es que estamos a las puertas del desierto del erg Chigaga. Ni Rafa sabe muy bien donde vamos a  acampar ni en que condiciones. Pero después de emocionarnos con el primer atardecer y ascenso a una pequeña duna, llegamos a un campamento, poco menos que VIP. Ocho tiendas dobles, una central para el “lounge”, hoguera, alfombras en la arena, edificio para el baño, incluso duchas. Solana debe estar bajo de defensas. ¡Si lo llega a saber!… nos estamos reblandeciendo. ..cenamos y dormimos de maravilla.

Al día siguiente nos vamos de excursión a un oasis, caminamos un par de horas. No hace demasiado calor. Hay brisa, la arena está lo suficientemente dura como para caminar con las “crocs” cómodamente… hasta que va uno, pisa mal, le da a una piedra con el dedo gordo del pie derecho, se rompe la uña y ve las estrellas de la noche anterior, pero a las doce del mediodía. Llega, de inmediato, el equipo médico habitual y hace una cura rápida  a este “sin incidentes” que cojea levemente desde ese día. Llegamos al oasis después de cruzar una carrera de motos, ver diversos grupos de dromedarios, algún burro y unos arbustos con un fruto que parece un limón pero en raro. Saïd nos saca de dudas: “no tocar, es tóxico”. Vale, ok, todos a limpiarnos las manos. Comemos y nos relajamos en el oasis. Siesta, bromas, fotos. Tres horas después nos volvemos, en 4x4, al campamento. Ya se está preparando la excursión de la tarde: La Grande Dune.

En lo alto de la Grande Dune
el viento y la arena pegan de lo lindo

Salimos sobre las 18.30 horas. Cruzamos algunas dunas menores. La arena cuenta con zonas duras y blandas donde te hundes hasta el tobillo. Luis saca fotos sin parar. Yo también. Delante va el resto. De pronto les vemos iniciar una subida pisando una raya. Un lado oscuro y otro claro. Sol y sombra. Cuesta. No es muy largo, pero da el viento, la arena está blandísima. Nos hundimos hasta la pantorrilla. Me ahogo. Me cuesta más que cualquier pendiente de montaña. Veo que los demás suben. Luis me adelanta. Yo me voy quedando. Creo que no voy a llegar…pero me repongo y me lo planteo sin prisas. Voy subiendo y, por fin, alcanzo a Chus, Gedi y Luis que me están esperando. Llegamos a la cumbre. La arena nos golpea la cara. Nos tapamos con los buffs y esperamos a que el sol inicie su descenso. Es maravilloso. ¡Qué momentazo!

Volvemos al campamento de noche. Menos mal que Rafa se orienta bien. Llegamos sin problemas. Y casi por donde habíamos salido. Nuestra última cena en el desierto. La aprovechamos bien. Acabamos el whisky y le damos al vodka de los guías. A la quinta canción nos vamos a la cama. Mañana es la vuelta a Ouarzazate y al día siguiente a casa. 

Aprovechamos nuestro último día para hacer compras. Un poco de discusión comercial al “bereber style”, algunas cositas para los hijos y demás familia y, como  ya conocemos el nivel de la hostelería local, nos vamos a cenar unas pizzas. Aparece Saïd. Nos informa que se instala por su cuenta y que el próximo año  él nos organiza todo, sin agencia por medio. Tomamos nota.


Txuskan Coterón


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